Vuelvo al punto en que me encariñé con los habitantes de ¡Calláte! y comencé hace tan solo 3 semanas a escribir una novela que comparte personajes secundarios y terciarios con la otra. Como primer nombre, le puse "Las gordas", pero finalmente por ahora, le endosé ese título que en algún lado tenía que quedar "Juntadero de sombras". En fin, tengo muchas historias similares con los títulos, me pasó con "Martín descoronado", que era un título en joda, yo pensaba ponerle "¿Puedo volver a mirar lo que vi con los ojos cerrados?", pero me di cuenta que era complicado, largo y que no funcionaba, así que le quedó "Martín Descoronado". Uf, podría seguir mucho más hablando de esto pero no creo que sea tan interesante, simplemente quería compartirlo, quizás para saber si a otros les pasa con sus obras, desde ponerle un nombre a una guitarra, a un hijo, a una tortuga, a un proyecto... Eso. Les dejo el primer capítulo, aguardo repercusiones y me comprometo a mandarles el próximo la semana que viene. Que lo disfruten, o no, pero espero que sientan algo.
Dafne Mociulsky www.duniashka.blogspot.com
Juntadero de sombras
I
Cuando Micaela enviudó tenía cuarenta y cinco años. Sus piernas no estaban pinceladas por várices ni estrías y sus pechos estaban perfeccionados por las siliconas. En cuanto a su cara, quizás por haber tenido acné en su juventud, o por haber comido concienzudamente o por no ser fumadora ni bebedora, no se había estropeado, carecía de arrugas importantes y tenía las líneas de expresión muy leves, fácilmente sepultables bajo poco maquillaje. Tampoco había engordado y sus manos siempre realizaron las tareas domésticas protegidas por guantes de limpieza. Conservaba todos sus dientes y en un estado bastante aceptable. Se teñía de rubia y gastaba mucho dinero en el cuidado de su pelo.
Siempre había vivido con la sensación de que su marido era un ser ausente, un usufructuario de la casa y la familia; no era tan cariñoso ni considerado, pero era cumplidor, no había nada que reprocharle en verdad. Ella no fue feliz ni infeliz a su lado. El era lo que ella se esperaba de un hombre y ella era lo que él esperaba de una mujer. La concreción de la fantasía nunca es algo tan maravilloso como parece desde la imaginación y el deseo, pero ellos contaban con eso y convivieron de manera más o menos armónica. Sólo tuvieron un hijo: Joaquín, huérfano de padre a sus quince años. Su padre quiso tener más hijos, pero Micaela no le decía que no: aplazaba el asunto para más tarde “terminemos de pagar el auto primero” “Mejor será cuando Joaquín termine la primaria” “Ahora estoy tomando pastillas para dormir, en cuanto se me regularice el sueño retomamos el tema…” y siempre tenía alguna excusa. Hasta el día anterior a su muerte él estuvo susurrándole al oído que era hora de encargar otro bebé, que los apremiaba el tiempo, que ella ya tenía cuarenta y cinco años. Micaela se limitaba a sonreírle, ya era tarde. Joaquín también se adhería al pedido de su padre, hasta que pasados los once años dejó de interesarle, será porque a esa edad ya podía ir por su cuenta a casas de amigos y no soportaba a los hermanos de ellos, sobre todo a los más chiquitos que no los dejaban jugar a nada en paz. Consideró que estaba mejor solo.
A cambio de hermanos tenía muchos, muchísimos amigos y todos se congregaban en su casa. Su padre no estaba nunca (era chef internacional, a veces trabajaba en un crucero que lo alejaba durante meses de la casa y cuando estaba era contratado por un sin fin de hoteles cinco estrellas de la ciudad y de diferentes partes del país). Micaela tenía la reputación de ser la madre permisiva y copada que siempre convidaba leche chocolatada y vainillas, también dejaba a la vista un montón de manzanas en la cocina para que los chicos comieran a su antojo. Los horarios de permanencia en la casa no tenían límites, ella nunca los echaba, a lo sumo les pedía que bajaran el volumen, pero siempre con una sonrisa. Cuando se iban, ella se despedía de cada uno de ellos con un sincero abrazo (y disimuladamente les olía el cabello, esto le provocaba un extraño placer efímero) y siempre les decía “Vení cuando quieras”. Los chicos la querían mucho y se comportaban con naturalidad en su presencia. Cuando estaba el padre, los chicos achicaban sus visitas, él no demostraba molestia ante ellos pero tampoco una notable simpatía.
Los reencuentros de los esposos eran alegres. Hasta el momento de encontrarse nuevamente no se percataban de cuánto se habían extrañado. Lo que los mantenía necesariamente enamorados era la admiración mutua: él era exitoso en su profesión y ella no se había afeado con los años, por el contrario, él era cada vez más exitoso y ella más refinada.
Micaela había sido profesora de educación física, pero una vez casada, dejó su trabajo a los pocos meses. Su sueldo no era gran cosa y su falta no afectaba a la economía del hogar, con lo que él ganaba estaban muy bien. Emilio prefería que Micaela disfrutara de la vida, que fuera al gimnasio, a la peluquería, a donde quisiera, pero eso sí: ni una camisa fuera de lugar, ni un plato sucio, todo debía estar perfecto. A veces iba la mucama a hacer las tareas más pesadas, como encerar el parquet, limpiar los vidrios de los ventanales, planchar la ropa y cocinar para toda la semana, frizando la comida. De lo que verdaderamente Micaela se debía ocupar para que todos estuviesen contentos, era de mantenerse linda.
La llegada de Joaquín los humanizó por la fuerza, hubo que aceptar llantos, pañales cagados, vómitos, olor a leche cuajada y colonia de bebé, manchas de papillas en las paredes, caos y amor. Para él fue más difícil que para ella, porque Emilio era doce años mayor que su mujer y antes de casarse con ella se había acostumbrado mucho a estar solo. Mujeres para pasar el rato no le faltaban. Lo que él padecía de los encuentros ocasionales era el desorden que dejaban en su departamento de soltero: ropas, frazadas y vasos volcados en el piso, el baño mojado, la mesa de la cocina llena de migas y gotas de café. Entonces, cansado y apurado, ponía la casa en condiciones y se iba a trabajar con un par de horas menos de sueño. Pensaba que si tuviera una esposa él se iría a trabajar tranquilo y ella, al despertar, ordenaría la casa y lo esperaría con la comida hecha, eso era lo que él quería y lo consiguió con Micaela, que fue la única amante a la que se le ocurrió ponerse a limpiar después de hacer el amor. Esta actitud lo enterneció profundamente y ya no quiso dejar de verla nunca más. Hasta que la muerte los separe.
La última vez que Emilio se fue de su casa para ir a trabajar, no había luz en toda la cuadra. Los vecinos que estaban obligados a salir bajaban las escaleras con velas encendidas, cara de culo y pasos vacilantes. Emilio también salió con una vela que su mujer se apresuró en alcanzarle encendida. Ella entró en la casa y encendió otra vela, eran las nueve de la noche en un viernes de otoño. Micaela, como cada vez que se iba su marido, sentía esa mezcla de angustia y alivio que suponía su ausencia. Joaquín leía una historieta con una linterna, se oían las quejas de los vecinos y de repente la poca calma que había se vio truncada por un grito desgarrador: era Emilio, se había caído tres pisos más abajo, rodando otros dos pisos más (después se supo que el golpe sufrido en la cabeza lo hizo descender ya muerto el último piso). Todos salieron y se dirigieron hacia el lugar de la desgracia en el primer piso. Nadie se esperaba que esa caída lo haya matado así como así, pero así fue.
Micaela y Joaquín se fueron durante un mes a la casa de la madre de ella, viuda también. No podía estar en su casa. A Joaquín le dieron en la escuela todo el tiempo que necesitara para reponerse, él, a pesar de la angustia, a la semana decidió volver al colegio, sus compañeros lo contuvieron bien y fueron levantándole el ánimo a fuerza de boludeces; ya tenía ganas, incluso, de volver a su casa. Después de algunas semanas logró convencer a su madre, él mismo se ocupó de regalar las pertenencias de su padre y de cambiar el aspecto de la casa. Micaela, con dolor y antidepresivos que le recetó el psiquiatra, se readaptó a su casa y tramitó la pensión por viudez.
Cada mes era una capa más gruesa sobre el ruido del dolor, cada vez se escuchaba menos. Joaquín llenaba la casa de amigos que con tanta bulla, risa fácil y extravagancias adolescentes, aportaban buena onda.
I
Cuando Micaela enviudó tenía cuarenta y cinco años. Sus piernas no estaban pinceladas por várices ni estrías y sus pechos estaban perfeccionados por las siliconas. En cuanto a su cara, quizás por haber tenido acné en su juventud, o por haber comido concienzudamente o por no ser fumadora ni bebedora, no se había estropeado, carecía de arrugas importantes y tenía las líneas de expresión muy leves, fácilmente sepultables bajo poco maquillaje. Tampoco había engordado y sus manos siempre realizaron las tareas domésticas protegidas por guantes de limpieza. Conservaba todos sus dientes y en un estado bastante aceptable. Se teñía de rubia y gastaba mucho dinero en el cuidado de su pelo.
Siempre había vivido con la sensación de que su marido era un ser ausente, un usufructuario de la casa y la familia; no era tan cariñoso ni considerado, pero era cumplidor, no había nada que reprocharle en verdad. Ella no fue feliz ni infeliz a su lado. El era lo que ella se esperaba de un hombre y ella era lo que él esperaba de una mujer. La concreción de la fantasía nunca es algo tan maravilloso como parece desde la imaginación y el deseo, pero ellos contaban con eso y convivieron de manera más o menos armónica. Sólo tuvieron un hijo: Joaquín, huérfano de padre a sus quince años. Su padre quiso tener más hijos, pero Micaela no le decía que no: aplazaba el asunto para más tarde “terminemos de pagar el auto primero” “Mejor será cuando Joaquín termine la primaria” “Ahora estoy tomando pastillas para dormir, en cuanto se me regularice el sueño retomamos el tema…” y siempre tenía alguna excusa. Hasta el día anterior a su muerte él estuvo susurrándole al oído que era hora de encargar otro bebé, que los apremiaba el tiempo, que ella ya tenía cuarenta y cinco años. Micaela se limitaba a sonreírle, ya era tarde. Joaquín también se adhería al pedido de su padre, hasta que pasados los once años dejó de interesarle, será porque a esa edad ya podía ir por su cuenta a casas de amigos y no soportaba a los hermanos de ellos, sobre todo a los más chiquitos que no los dejaban jugar a nada en paz. Consideró que estaba mejor solo.
A cambio de hermanos tenía muchos, muchísimos amigos y todos se congregaban en su casa. Su padre no estaba nunca (era chef internacional, a veces trabajaba en un crucero que lo alejaba durante meses de la casa y cuando estaba era contratado por un sin fin de hoteles cinco estrellas de la ciudad y de diferentes partes del país). Micaela tenía la reputación de ser la madre permisiva y copada que siempre convidaba leche chocolatada y vainillas, también dejaba a la vista un montón de manzanas en la cocina para que los chicos comieran a su antojo. Los horarios de permanencia en la casa no tenían límites, ella nunca los echaba, a lo sumo les pedía que bajaran el volumen, pero siempre con una sonrisa. Cuando se iban, ella se despedía de cada uno de ellos con un sincero abrazo (y disimuladamente les olía el cabello, esto le provocaba un extraño placer efímero) y siempre les decía “Vení cuando quieras”. Los chicos la querían mucho y se comportaban con naturalidad en su presencia. Cuando estaba el padre, los chicos achicaban sus visitas, él no demostraba molestia ante ellos pero tampoco una notable simpatía.
Los reencuentros de los esposos eran alegres. Hasta el momento de encontrarse nuevamente no se percataban de cuánto se habían extrañado. Lo que los mantenía necesariamente enamorados era la admiración mutua: él era exitoso en su profesión y ella no se había afeado con los años, por el contrario, él era cada vez más exitoso y ella más refinada.
Micaela había sido profesora de educación física, pero una vez casada, dejó su trabajo a los pocos meses. Su sueldo no era gran cosa y su falta no afectaba a la economía del hogar, con lo que él ganaba estaban muy bien. Emilio prefería que Micaela disfrutara de la vida, que fuera al gimnasio, a la peluquería, a donde quisiera, pero eso sí: ni una camisa fuera de lugar, ni un plato sucio, todo debía estar perfecto. A veces iba la mucama a hacer las tareas más pesadas, como encerar el parquet, limpiar los vidrios de los ventanales, planchar la ropa y cocinar para toda la semana, frizando la comida. De lo que verdaderamente Micaela se debía ocupar para que todos estuviesen contentos, era de mantenerse linda.
La llegada de Joaquín los humanizó por la fuerza, hubo que aceptar llantos, pañales cagados, vómitos, olor a leche cuajada y colonia de bebé, manchas de papillas en las paredes, caos y amor. Para él fue más difícil que para ella, porque Emilio era doce años mayor que su mujer y antes de casarse con ella se había acostumbrado mucho a estar solo. Mujeres para pasar el rato no le faltaban. Lo que él padecía de los encuentros ocasionales era el desorden que dejaban en su departamento de soltero: ropas, frazadas y vasos volcados en el piso, el baño mojado, la mesa de la cocina llena de migas y gotas de café. Entonces, cansado y apurado, ponía la casa en condiciones y se iba a trabajar con un par de horas menos de sueño. Pensaba que si tuviera una esposa él se iría a trabajar tranquilo y ella, al despertar, ordenaría la casa y lo esperaría con la comida hecha, eso era lo que él quería y lo consiguió con Micaela, que fue la única amante a la que se le ocurrió ponerse a limpiar después de hacer el amor. Esta actitud lo enterneció profundamente y ya no quiso dejar de verla nunca más. Hasta que la muerte los separe.
La última vez que Emilio se fue de su casa para ir a trabajar, no había luz en toda la cuadra. Los vecinos que estaban obligados a salir bajaban las escaleras con velas encendidas, cara de culo y pasos vacilantes. Emilio también salió con una vela que su mujer se apresuró en alcanzarle encendida. Ella entró en la casa y encendió otra vela, eran las nueve de la noche en un viernes de otoño. Micaela, como cada vez que se iba su marido, sentía esa mezcla de angustia y alivio que suponía su ausencia. Joaquín leía una historieta con una linterna, se oían las quejas de los vecinos y de repente la poca calma que había se vio truncada por un grito desgarrador: era Emilio, se había caído tres pisos más abajo, rodando otros dos pisos más (después se supo que el golpe sufrido en la cabeza lo hizo descender ya muerto el último piso). Todos salieron y se dirigieron hacia el lugar de la desgracia en el primer piso. Nadie se esperaba que esa caída lo haya matado así como así, pero así fue.
Micaela y Joaquín se fueron durante un mes a la casa de la madre de ella, viuda también. No podía estar en su casa. A Joaquín le dieron en la escuela todo el tiempo que necesitara para reponerse, él, a pesar de la angustia, a la semana decidió volver al colegio, sus compañeros lo contuvieron bien y fueron levantándole el ánimo a fuerza de boludeces; ya tenía ganas, incluso, de volver a su casa. Después de algunas semanas logró convencer a su madre, él mismo se ocupó de regalar las pertenencias de su padre y de cambiar el aspecto de la casa. Micaela, con dolor y antidepresivos que le recetó el psiquiatra, se readaptó a su casa y tramitó la pensión por viudez.
Cada mes era una capa más gruesa sobre el ruido del dolor, cada vez se escuchaba menos. Joaquín llenaba la casa de amigos que con tanta bulla, risa fácil y extravagancias adolescentes, aportaban buena onda.
Dafne Mociulsky www.duniashka.blogspot.com
Me estás atrapando con la historia...
ResponderBorrarClaudia desde La perla de Janis
Bueno, bueno...como sigue?
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